Ni bien entresaqué lo que esa estirpe de mujeres incandescían en mi espíritu, cada vez que las topaba a lo largo de mis peregrinaciones, entré por unas tardes, cada vez que lograba la sintonía del jardín, a un país de clima seco y diáfano uncido por el regusto de una deidad que las incluía en su perfume, que de tan terrestre, de pronto no lo era, además indistinguible de los aromas, de los frutos y abejorros que no veía. Era la Fátima de mi ser transportándome a un paisaje cierto como la estirpe que me llevaba a esa región de mis estaciones paradisíacas. Si tuve a alguna de esas mujeres -ya no lo recuerdo- fue para indicarme que la incantación obra, como entre los Fieles de Amor, mientras la fibra de atracción permanezca libre y célibe, capaz de resonar en varios mundos, y no enquistada a uno desde el que se nos exige la fidelidad del Infiel. Mi hermano Sikya me habló de las cortes de amor allende el Mediterráneo, que nunca procreaban ni iban al lecho, y supe entonces que mi próxima estación estaría entre aquellos que habían comprendido.
Al Kharim Mouni Bahka, hacia el siglo xii, Diarios de los Fatimiyas, traducido por Corbin.