Maruru, de Paul Gauguin. Ofrendas junto a la estatua de la diosa polinesia Hina
Cuando apareció el nombre (Hina) sólo sabíamos que nos serpeaba una vibración ligada a la noche selenita del desierto, al ras de unos pastos que goteaban, a unos cien metros del mar, dentro del perímetro brumoso de una olla encantada. Meses después llegó Gauguin desde Tahití con la entidad lunar y oceánica Hina, a la que en una noche de pizarra magnética se le ofrendaban letanías y sones de flauta. Cuando a la noche siguiente de la aparición clariaudiente, una amiga pulsaba la flauta en la orilla quietísima, mientras otro vibraba "Hina" hacia el mar (liberando su efusión hacia el oleaje durante más de media hora), no sabíamos que soplábamos aquella flauta y letanía, y que la bajamar más vasta -en años- que tuvo lugar una hora después, era la suave revertencia de su eco providencial hacia la raza de las playas. Diosa entre peces, corales y pescadores, entre plantas y costas, inspiradora del hula-hula y del cadereo surfer en Maui -y sea que la hayamos tocado o que nos haya tocado con su kapa-, Hina se sostuvo desde entonces como otra nota fatimiana de nos-otros-de-nos, surfers del Jadir en la Tierra de Hurqalya.
Posdata desde un Colegio Anterior: "... entre las funciones de los incorporales del alma está el proyectar una naturaleza, una fisis y, recíprocamente, cada elemento físico revelará así la actividad psico-espiritual que la impulsa. En este sentido, los perceptos de lo sagrado "que posee el alma" se pueden reconocer en el paisaje del que se rodea y en el que configura su hábitat".